Esta es la historia real de un hombre como tal vez hay muchos, pero que permanecen anónimos, siendo verdaderos ejemplos de vida que deberíamos descubrir. El conocer historias de la vida real nos hace creer en el hombre como arquitecto de su destino dentro de la sociedad en que vive.
Mi nombre es Martín Espinoza y nací en Corongo, una provincia del departamento de Ancash, hijo único en el seno de una familia de escasos recursos. Mi hogar era de adobe y piedras, fabricado y construido íntegramente por las manos de mis padres. Mi padre, un hombre dedicado al campo, un trabajo tan digno como sacrificado. Mi madre, una mujer de trabajo, compartía las labores de la casa con las fuertes tareas agrícolas, que con la ayuda de mi padre proporcionaban la alimentación y el sustento familiar.
Recuerdo como si fuera ayer que una mañana desperté en medio de un inusual silencio, estaba pronto a cumplir los cinco años de edad. Algo había sucedido. Como era costumbre mis padres salieron a recolectar leña y cuando mi padre se disponía a terminar con su labor, una mala maniobra con el hacha hizo que se mutilara la mano derecha. La lejanía del lugar con algún centro de salud, las pocas defensas que tenía mi padre producto de su pobre alimentación, produjeron en él, una hemorragia que terminó con su vida en cuestión de horas. Desde allí, nuestra vida cambio y mi madre se hizo cargo del hogar y de mí. Ahora era yo el que acompañaría a mamá en sus largas jornadas de trabajo. A mi edad, de ninguna ayuda le servía mi presencia.
Mi infancia fue una infancia difícil. Vivía aún con mi madre quien buscando compensación a su soledad y sacrificios de mujer joven, contrajo un nuevo compromiso. Un hombre con cara de piedra, un hombre que a toda vista dejaba saber que no me quería, pero yo sabía que teniendo a mi madre al lado nunca nada me pasaría. No pasó mucho tiempo que producto de la convivencia de mi madre con este nuevo hombre, ella quedase en cinta. Es a partir de ese momento que las cosas cambiaron en mi vida. Tendría yo aproximadamente seis años, y en el pueblo inauguraron una posta médica. Mi madre visitaba a menudo el establecimiento de salud, a medida que su barriga iba creciendo y casi siempre era yo el que la acompañaba. Para mi, ese era un lugar mágico, ver a la gente llegar con cara de aflicción y muchos de ellos retirarse ya tranquilos. La gente, dándoles gracias a los hombres de blanco que los habían atendido. Observando esta situación me preguntaba ¿Por qué no habrían llegado los señores de blanco antes de que mi padre se accidentara?
Una tarde, acompañaba como de costumbre a mi madre a su visita y atraído por la curiosidad, abrí una puerta enorme y pesada que nos separaba de la sala de emergencias. Fue en ese momento que sin darme cuenta, la enorme puerta empieza a cerrarse y de un solo golpe termina de cerrarse dejando atrapado entre sus pesados hierros el dedo medio de mi mano derecha. No obstante la rapidez del médico en atenderme, perdí la mitad del dedo en cuestión, a consecuencia de la limitada experiencia del médico para tratar estos casos.
A los pocos días de que naciera mi hermana, su padre no dejaría pasar la oportunidad de deshacerse de mí tan pronto pudiera. Es así que mi madre decide mandarme a Lima, cuando yo tenía ocho años recién cumplidos. Aquella mañana de Agosto no entendí bien la despedida, mi madre tenia los ojos húmedos de un llanto contenido mientras yo la miraba desde el asiento del camión que me traería a Lima.
A los nueve años encuentro mi primer trabajo en Lima. Trabajaba en una tienda por casi 5 años en mis ratos libres ya que no debía impedir que continuara en el colegio, hasta que un compañero de colegio me comentó que en la fábrica de un conocido suyo necesitaban niños para trabajar. Es así que terminando la primaria empiezo a trabajar en esa fábrica que procesaba caucho para hacer productos de plástico. Allí entré como cortador de remaches. Trabajaba de 6 de la tarde hasta las 11:30 de la noche, a esa hora salía de la fábrica y llegaba a la casa pasada la medianoche, a dormir enseguida para poder asistir al colegio al día siguiente. Con mucho esfuerzo pude mudarme a vivir con mi compañero de colegio a un cuarto que nos quedase más cerca de la fábrica. Aún recuerdo que cuando cobré mi primera semana en la fábrica me prometí a mí mismo no volver a pasar por la pobreza por la que pasé cuando niño, me propuse crecer y comencé a soñar y a confiar en mí y en lo que yo podía ser capaz de hacer.
La decisión de ser médico la tomé cuando niño, cuando veía el trabajo de los “señores de blanco” en mi pueblo, cuando observé que la gente sí se salvaba con la ayuda de los médicos y que por falta de uno de ellos mi padre murió. Es así que termino el colegio con calificaciones sobresalientes y decido postular a la Universidad Mayor de San Marcos e ingreso a la carrera de Medicina Humana. Ya por esas épocas mi compañero y yo teníamos necesidades más grandes que cubrir y debíamos encontrar algo que nos hiciera obtener un poco más de dinero. Es así que con el dinero que habíamos ahorrado en el trabajo de la fábrica decidimos armar un estudio fotográfico muy cerca de la universidad, de esta manera podríamos dedicarnos a estudiar y obtendríamos ingresos para poder solventar nuestros gastos. Así transcurrieron nuestros años de universitarios, entre amanecidas estudiando y amanecidas trabajando en el estudio.
Mi etapa universitaria fue una etapa de mucho estudio, de mucha presión, de mucho trabajo, pero también de muchas satisfacciones, de muchas ilusiones, de muchos logros que se veían cumplidos. Acabados mis años en la universidad y mi internado decido especializarme en lo que sí había marcado mi vida, decido ser Médico Traumatólogo Ortopedista. Y es que si hubiera habido uno bueno en mi pueblo cuando me accidenté seguro que no perdía el dedo. Ya trabajando como traumatólogo, por intermedio de un colega amigo me animo a asimilarme a la Marina de Guerra del Perú debido a las constantes capacitaciones que brindaba la Marina a su personal, decisión que me valió para seguir superándome.
La Marina de Guerra del Perú me brindó la oportunidad de incorporarme a su cuerpo de médicos asimilados, el mismo que gozaba de muchos privilegios entre los cuales destacaba las continuas capacitaciones, es así que en el año 86 postulo a una beca y salgo seleccionado para recibir un curso de especialización en Traumatología y Ortopedia Pediátrica en los Estados Unidos. Luego de 16 meses de intenso estudio regresé a mi país con un título nuevo en el Perú, un título que me dio la posibilidad de presidir durante algunos años el Colegio de Traumatólogos. Con el pasar de los años, se me presenta la oportunidad de postular a una beca a Brasil para un curso de especialización. Gano la beca y luego de algunos meses logro la especialización adicional de cirujano especialista en pies y manos, especialidad que conjugada con las anteriores me da un grado de Médico Traumatólogo Ortopedista Pediátra con especialización en cirugía de manos y pies.
Soy un hombre de 69 años, que hasta el día de hoy se despierta a las 4:30 de la mañana y baja a su estudio para revisar fotografías, leer artículos, preparar charlas, clases magistrales, congresos especializados y seguir capacitándose para estar al día en los conocimientos que un mundo como el que vivimos nos entrega. La capacitación es la clave de la vigencia, el que se capacita está vigente, el que no se capacita se pierde en el tiempo. La capacitación constante nos da un ingrediente primordial que es la seguridad, la seguridad de que lo que estoy haciendo está bien hecho por que estoy plenamente capacitado para desarrollar una actividad y desarrollarla plenamente y a cabalidad para beneficio de mis congeneres.
Soy un convencido de que a los sueños se les puede y se les debe imprimir acción para que lleguen a ser realidades. La vida es un sueño, un hermoso sueño…